domingo, 28 de enero de 2007

VIAJE A VENECIA III

VIAJE A VENECIA III






La ciudad de Venecia está situada sobre muchas pequeñas islas, próximas la una a la otra. Sus calles son canales y sus numerosos palacios y residencias están construidos sobre el agua. Las góndolas son su único medio de transporte.
Mi gondolero me preguntó adónde iba, y cuando le dije que quería visitar al alcalde de Venecia, me miró con extraño misterio. Según nos internábamos por los canales, la noche fue extendiendo su manto negro sobre la ciudad. Brillaban luces en las ventanas abiertas de los palacios y de las iglesias, y sus reflejos en el agua daban a la ciudad el aspecto de algo entrevisto en la visión fantasmagórica de un poeta, hechicera y encantadora a la vez.
Cuando la góndola llegó a la confluencia de los canales, escuché de pronto el trágico tañido de las campanas de una iglesia. Aunque estaba en trance espiritual, ausente totalmente de la realidad, los ecos se hundieron en mi corazón y me deprimieron el espíritu.
La góndola atracó y quedó amarrada al pie de una escalinata de mármol que llevaba a una calle enlosada. El gondolero señaló hacia un suntuoso palacio que se erguía en medio de un jardín, y me dijo : “Aquí está su destino”. Lentamente fui subiendo los peldaños que conducían hasta el palacio, seguido por el gondolero que cargaba mis pertenencias. Al llegar a la puerta, le pagué y despedí, dándole las gracias.
Llamé, y la puerta se abrió. Cuando entré, me saludaron rumores de llanto y sollozos. Me estremecí y me quedé estupefacto. Acercóseme un anciano criado de la casa que me preguntó en tono sombrío qué deseaba. “¿Es este el palacio del alcalde?” le pregunté. Me dijo que sí con una inclinación de cabeza. Entonces le entregué la misiva que me diera el gobernador del Líbano. La miró y se retiró solemnemente hacia la puerta que comunicaba con el salón de recepciones.
Me volví hacia el criado joven y le pregunté la causa de la tristeza que se cernía sobre la habitación. Me contestó que ese mismo día había muerto la hija del alcalde, y mientras decía estas palabras, se cubrió el rostro y derramó lágrimas amargas.
Imagínate lo que podía sentir un hombre que acababa de surcar océano, fluctuando entre la esperanza y la desesperación y que, al mismo terminar su viaje, se encontraba a la puerta de un palacio poblado por los crueles fantasmas de la consternación y del llanto. Imagínate los sentimientos de un extranjero que busca hospitalidad y descanso en un palacio, y que sólo se halla con las alas blancas de la muerte.
No tardó en regresar el viejo criado, y con una inclinación me dijo: “El alcalde os espera”.
Me acompañó hacia otra puerta que había al extremo de un pasillo y con un ademán me invitó a pasar. Allí me encontré con un conjunto de sacerdotes y otros dignatarios, hundidos en el más profundo silencio. En el centro de la estancia me recibió un hombre anciano de luenga barba blanca, queme estrechó la mano y me dijo: “Tenemos la desgracia de daros la bienvenida cuando venís de tierras tan remotas, en un día en que lloramos la pérdida de nuestra amadísima hija. Sin embargo, confío en que nuestra pena no interfiera para nada con vuestra misión, que puedo aseguraros que haré lo posible por atender”.
Dile las gracias por su bondad y le expresé mi condolencia más sincera. Tras lo cual me señaló un asiento y yo me incorporé al austero y silencioso grupo.
Al contemplar los tristes rostros de los presentes y escuchar sus sollozos ahogados, sentí que el corazón se me agobiaba de abatimiento y dolor.
No tardaron en marcharse uno tras otro los dolientes y sólo quedamos el atribulado padre y yo. Cuando también yo hice ademán de retirarme, me retuvo y me dijo: “ Amigo mío, os suplico que no os vayáis. Sed nuestro huésped, si es que no tenéis inconveniente en acompañarnos en nuestro luto”.
Sus palabras me conmovieron hondamente, asentí con un ademán y él siguió diciendo: “Los hombres del Líbano son sumamente hospitalarios con los extranjeros; no debemos dejarnos ganar en bondad y en cortesía por nuestro invitado del Líbano”. Tocó una campanilla y apareció un mayordomo, vestido con un magnífico uniforme.
Muestra a nuestro huésped el aposento del ala oriental y haz que lo atiendan como se merece mientras está con nosotros.
El mayordomo me condujo a una habitación espaciosa y amueblada con lujo. En cuanto se retiró, me dejé caer en el diván y empecé a reflexionar sobre mi situación en esta tierra extranjera. Pasé revista a las primeras horas que había pasado en ella, tan lejos de mi patria nativa.
A los pocos minutos regresó el mayordomo, trayéndome la cena en una bandeja de plata. Después de comer, me puse a pasear por la estancia, asomándome de cuando en cuando a la ventana para contemplar el cielo veneciano y escuchar las voces de los gondoleros y el rítmico batir de sus remos. No tardé en sentirme adormilado y , reclinando mi fatigado cuerpo en la cama, me entregué completamente a un olvido de todo, en que se mezclaba el aturdimiento del sueño con el despejo de la vigilia.
No sé cuántas horas estaría sumido en este estado, porque hay grandes espacios de la vida que atraviesa el espíritu y no seríamos capaces de medir con el tiempo, ese invento del hombre. Lo único que sentí entonces y siento todavía es la poco venturosa condición en que me encontraba.
De pronto advertí que un fantasma flotaba sobre mí; era un espíritu sutil que me llamaba, aunque no con señales sensibles. Me levanté y me dirigí hacia el palillo, como impelido o arrastrado por alguna fuerza divina. Caminaba sin voluntad, como en sueños y se me antojaba que me movía en un mundo más allá del tiempo y del espacio.
Cuando llegué al fondo del corredor, abrí una puerta y me encontré en una antecámara de vastas proporciones, en cuyo centro se levantaba un féretro rodeado de cirios llameantes y guirnaldas de flores blancas. Me arrodillé junto al ataúd y miré a la figura que yacía inerte en él. Allí, delante de mí cubierta por el velo de la muerte, estaba la faz de mi adorada, de la compañera de mi vida. Era la mujer a quien tanto amara, yerta ahora en el frío de la muerte, envuelta en un sudario blanco, rodeada de blancas flores y velada por el silencio de los siglos.
¡Oh Señor del Amor, de la Vida y de la Muerte! Tú eres el creador de nuestras almas. Tú calmas nuestros corazones y los sobresaltas de dolor o de esperanza. Tú me acabas de mostrar a la compañera de mi juventud en esta forma helada e inerte.
Señor, Tú me has arrancado de mi patria para llevarme a otra y me has revelado el poder de la muerte sobre la vida y del dolor sobre la alegría. Tú has plantado un lirio blanco en el desierto de mi quebrantado corazón y me has trasladado a un valle remoto para enseñarme otro lirio seco.
¡Oh amigos de mi soledad y mi destierro! Dios ha querido que apure el cáliz amargo de la vida. Hágase su voluntad. No somos más que frágiles átomos en el cielo del infinito; y sólo nos cabe obedecer y acatar la voluntad de la Providencia.
Si amamos, ese amor no es de nosotros ni para nosotros. Si nos regocijamos, nuestro gozo no está en nosotros sino en la vida misma. Si padecemos, nuestro sufrimiento no está en nuestras heridas, sino en el corazón mismo de la Naturaleza.
No estoy lamentándome al narrarte esta historia, porque el que se lamenta duda de la vida, y yo soy un firme creyente. Creo en el valor de las hieles que van mezcladas en cada brebaje que apuro en la copa de la vida. Creo en la belleza del dolor que penetra y satura mi corazón. Creo en la compasión última de estos dedos de acero que me despedazan el alma.
Esta es mi historia. ¿Cómo voy a poder terminarla, cuando en realidad no tiene fin?
Me quedé arrodillado ante el féretro, hundido en el silencio y estuve contemplando aquel semblante angelical hasta que llegó la aurora. Entonces me levanté y volví a mi aposento, abatido bajo el peso abrumador de la Eternidad y sostenido por el dolor de toda la humanidad sufriente.
Tres semanas después abandoné Venecia y regresé al Líbano. Antojábaseme que había vivido miles de años en las vastas y mudas profundidades del pasado.


FIN
KHALIL GIBRAN
“LA VOZ DEL MAESTRO”

No hay comentarios: