VIAJE A VENECIA II
Hace veinte años, el gobernador del Monte Líbano me mandó a Venecia en una misión de estudio, con una carta de recomendación para el alcalde de la ciudad, a quien había conocido en Constantinopla. Zarpé de Líbano a bordo de una nave italiana el mes de Nisán. El aire primaveral era fragante y las nubes blancas se cernían sobre el horizonte como hermosas pinturas. ¿Con qué palabras podré describirte el júbilo que sentí durante la travesía? Todas son muy pobres y muy escasas par expresar los sentimientos que laten en el corazón del hombre.
Los años que pasé con mi compañera estuvieron llenos de gozo, de delicias y de paz. Jamás sospeché que el Dolor estuviese esperándome, ni que el Sufrimiento acechase en el fondo de mi copa de Alegría.
Cuando el vehículo me apartaba de mis montañas y valles nativos y me acercaba a la costa, mi compañera iba sentada a mi lado. Estuvo conmigo los tres días jubilosos que pasé en Beirut, recorriendo la ciudad a mi lado, deteniéndose donde yo me detenía, sonriendo cuando me topaba con algún amigo.
Cuando me senté en el balcón de la hostería que dominaba la ciudad, ella se incorporó a mis sueños.
Pero un gran cambio se efectuó en mí cuando estaba a punto de embarcarme. Sentí una mano misteriosa que me agarraba y tiraba de mí hacia atrás; y oí en mi interior una voz que murmuraba: “¡Regresa! ¡No te vayas! ¡Vuélvete al puerto antes de que se dé el barco a la vela!”
Pero yo no quise escuchar aquella voz. Cuando izaros las velas, me sentí como un pájaro que de repente hubiera caído entre las garras de un halcón y que lo arrebataba a lo alto del cielo.
Al anochecer, cuando las montañas y las colinas del Líbano se perdían en el horizonte, me encontré solo en la popa de la embarcación. Miré en torno, buscando a la mujer de mis sueños, a la que amaba mi corazón, a la esposa de mis días, pero ya no estaba a mi vera. La hermosa doncella cuyo semblante veía cada vez que miraba al cielo, cuya voz escuchaba en el sosiego de la noche, cuya mano sostenía cuando vagaba por las calles de Beirut… ya no estaba a mi lado.
Por vez primera en mi vida me encontré completamente solo en un bajel que surcaba el océano profundo. Me puse a pasear por la cubierta, llamándola desde el fondo de mi corazón, mirando a las olas con la esperanza de descubrir su rostro.
Pero todo fue en vano. A medianoche, cuando todos los pasajeros se habían retirado, yo seguía en cubierta, solo, atormentado y lleno de ansiedad.
De repente levanté los ojos, ¡y allí estaba la compañera de mi vida, por encima de mí, en una nube, a corta distancia de la proa. Salté de gozo, abrí anchurosamente los brazos y exclamé:”¡Por qué me has abandonado, amada mía!¿Adónde te has ido? ¿Dónde has estado? ¡Acércate amorosamente a mí y ya no me dejes solo jamás!”
Pero ella no se movió. En su cara advertí señales de pena y amargura, que jamás hasta entonces había visto. Hablando quedamente y en tono triste, me dijo: “He surgido de las profundidades del océano para verte una vez más. Vete ahora a tu camarote y entrégate al sueño y a los sueños”.
Dichas estas palabras, se fundió con las nubes y se desvaneció. La llamé a gritos frenéticamente, como un niño hambriento. Ábrí los brazos en todas las direcciones, pero lo único que estrecharon fue el aire nocturno, denso de humedad.
Bajé a mi litera, sintiendo dentro de mí el flujo y el reflujo de los furiosos elementos. Era como si estuviese a bordo de otra nave completamente distinta, agitado por las crespas marejadas de la Perplejidad y la Desesperación,
Por extraño que parezca, en cuanto toqué con el rostro la almohada, me quedé profundamente dormido.
Soñé, y en mi sueño vi un manzano en forma de cruz,pendiente de la cual, como crucificada, estaba la compañera de mi vida. De sus manos y pies manaban gotas de sangre, que caían sobre las flores marchitas del árbol.
La embarcación bogaba día y noche, pero yo me sentía como en trance, no sabiendo si era un ser humano que viajaba a un clima distinto o un espectro que se movía a través de un cielo encapotado. En vano imploré a la Providencia para que me concediese oír el rumor de su voz, o ver un atisbo de su sombra, o gozar la suave caricia de sus frágiles dedos sobre mis labios.
Transcurrieron catorce días y yo seguía todavía solo. El día decimoquinto, a la luz de la Luna, avistamos la costa de Italia a lo lejos y entre dos luces arribamos al puerto. Un gentío a bordo de góndolas gafamente ornamentadas salió al encuentro de la nave para dar la bienvenida a la ciudad a los pasajeros.
CONTINUARÁ....

sábado, 27 de enero de 2007
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